Critica de arte

Crítica de arte

Umberto Eco

Definición de arte

Notas sobre los límites de la estética

¿Qué significa «hablar científicamente de una obra de arte»? Las respuestas son diversas y no se excluyen unas a otras: en primer lugar, el discurso científico podría consistir en una exposición de hechos históricos en conexión con la obra (producida el día tal por tal artista, usando tal material, etc.); también podrían presentarse los documentos comprobatorios del origen de la obra, bocetos, apuntes, redacciones preliminares; por último, podrían catalogarse los juicios que otros individuos han dado de la obra. En todos estos casos el discurso sería «científico» porque se basaría en datos realmente controlables, pero no sería discurso sobre la obra. Es evidente que la obra es algo más que su fecha de aparición, sus antecedentes y los juicios sobre ella formulados. Y hasta qué· punto es algo más suele quedar claro habitualmente cuando se habla de una fundamental «apertura» o «ambigüedad» o «multiplicidad de signos» de una obra, lo que equivale a decir que la obra de arte constituye un hecho comunicativo que exige ser interpretado y, por con siguiente, integrado, completado por una aportación personal del consumidor. Aportación que varía según los distintos individuos y las situaciones históricas y que continuamente es conmensurado tomando como punto de referencia ese parámetro inmutable que es la obra en cuanto objeto físico.

Podremos decir, entonces, que « hablar científicamente de una obra de arte» puede significar una serie de operaciones distintas y complementarias, cada una de las cuales representa un determinado nivel de aprovechamiento (desde la pura degustación hasta la más elaborada valoración crítica):

1 ) observar la cosa en lo que es específicamente, es decir, como objeto producido por un hombre que ha dejado en ella ese sello evidente que es la manera en que la ha prodcido;

2) tratar de no resolver la observación en forma de apreciación inexpresada (un sonido confuso) o bien de juicio demasiado subjetivo ( «me gusta») o en términos excesivamente vagos o polivalentes ( « ¡qué bonito! »), sino más bien explicar en términos comunicativos la impresión personal al respecto;

3) ver si a esta impresión personal correcta mente comunicada corresponden, en el objeto, elementos que puedan justificar el acuerdo de los demás, y permitan suponer que el autor trataba efectivamente de suscitar en todos una impresión fundamentalmente análoga;

4) mostrar cómo lo ha conseguido, con qué intensidad, a precio de qué dificultades y en base a qué argumentos;

5) avanzando más: observar cómo estos elementos, ordenados de este modo para suscitar una impresión, ofrecen, en su meditada disposición, una estructura bastante compleja, derivada de la coordinación de diversos niveles y estructuras menores; admirable porque satisface formalmente y prácticamente eficaz (en cuanto que comunicativa).

¿Es ésta una actitud científica? Evidentemente hay que esclarecer los términos. Esta actitud puede ser calificada de «científica» no porque sea análoga a la que se mantiene en el campo de las ciencias experimentales tal como común mente se concibe, sino porque ofrece el máximo de garantías objetivas en la observación de un objeto fundamental mente diferente del de dichas ciencias. La observación de una obra de arte, en efecto, concierne a las cualidades estructurales de una cosa en su relación con nosotros; es decir, el examen de las estructuras objetivas y de las reacciones individuales que éstas suscitan. Nos hallamos en una dimensión totalmente distinta de la científica: aquí no debemos despojamos de nuestros propios deseos, opiniones, gustos, para basarnos en instrumentos omniaceptables, sino convertir en instrumento nuestros propios deseos, opiniones y gustos, para verificar cuál es su relación de necesidad con las estructuras formales que los han estimulado. Y, por último, tampoco debe provocar recelos el hecho de que, lejos de plantearse múltiples preocupaciones de objetividad, se conviertan en materia de comunicación los datos de las más personales y extrañas reacciones frente a las obras de arte: dado que las obras de arte están llamadas a producir reacciones puede ser perfectamente justo elevar a materia de razonamiento su enumeración. Una civilización está, entre otras cosas, también constituida por esos razonamientos carentes de eficiencia inmediatamente mensurable (y en ellos se basan los ejercicios de crítica «impresionista» y ese intercambio de impresiones de lecturas que registran estados de ánimo y asociaciones libres, y que, por otra parte, tan útiles resultan para una aproximación personal a la obra).

No veo, por lo tanto, por qué han de manifestarse preocupaciones de cientificismo capaces de hacernos olvidar todo esto; no hay nada menos científico que el querer ignorar la presencia de fenómenos todavía no exactamente definidos. No ignoramos tampoco que precisamente a preocupaciones tal vez pedantes de cientificismo se debe el hecho de que la estética contemporánea haya abandonado o definido con mayor rigor ciertas categorías vagas y generales; se ha renunciado a la investigación de incontrolables reflejos metafísicos para elegir como objeto de análisis la cosa en su estructura verificable y las relaciones de ésta con los fenómenos de la sociedad, de la época y con los acontecimientos socioló-psicológicos con los que está en conexión. Pero el problema de una actitud científica frente a la obra de arte es precisamente un problema de equilibrio, de renuncia a premisas absurdas, de rechazo de toda ingenuidad verbal: hay ciencias y ciencias, no todas las ciencias clasifican insectos, quien tiene vocación de clasificador de insectos no debe ocuparse de colecciones de poesía; jugaría equivocada mente a ser científico

Pienso en un libro curioso, que parece hecho a propósito para demostrar hasta qué punto puede ser errónea una exigencia de cientificismo · realizada con mentalidad restringida en el campo de la estética. Se trata de la obra de Léon Bopp, Philosophie de l’art, ou alchimie contre histoire, essai de surhistoire des valeurs esthétiques[1].

¿Qué es lo que intenta Léon Bopp? El libro en cuestión « trata de renovar, por su concepción indeterminista, la filosofía del arte y Ia historia literaria, y puede interesar tanto a la psicología, como al historiador en general, al investigador de Estética o al crítico y al escritor creador». En términos más humildes y concretos, el autor, demostrada la extraordinaria variedad de las opiniones críticas y estéticas, tiende a un método objetivo que escape a toda posible crítica apoyándose en bases estadísticas y -podríamos decir- matemáticas. Bopp sienta dos bases preliminares: relativismo e indeterminismo. En primer lugar enuncia la imposibilidad de obtener un juicio sobre la obra que no esté influido por el gusto de la persona que lo emite y por todos los demás elementos históricos y sociales de la situación en que se emite dicho juicio. De ahí la inutilidad de toda estética de lo Bello absoluto y de toda crítica valorativa con pretensiones de objetividad. Por otra parte, una obra, aún siendo fruto de una infinidad de circunstancias concomitantes, no es función de ninguna: race, milieu, moment, elementos psicológicos, influencias ideológicas, ascendencias literarias, etc., todo influye sobre la obra, pero ninguno de estos momentos tiene una función preferencial; el indeterminismo más total domina la formación de las obras.

Ahora bien, Bopp dice «indeterminismo» y no «libertad». «Libertad» presupondría una personalidad productora que recoge los diversos elementos y los traduce en un acto, no diremos de libre elección, pero sí, al mismo tiempo, de asimilación inadvertida y de selección intencionada. Bopp no puede utilizar este término porque los elementos sujetos al indeterminismo del que habla no parecen verterse en la obra a través de un acto de mediación; tal como es concebido por el autor el problema afecta a dichos elementos primero en su indeterminación originaria y luego en su organización de la obra. Evidentemente Bopp admite también la mediación, pero las formas de ésta no constituyen el objeto de su análisis; en realidad no se preocupa ni siquiera de cómo estos elementos se organizan en la obra, sino de cuántos se organizan en ella. Para Bopp .«el yo de los escritores, del mismo modo que el de la generalidad de los hombres, sin duda alguna, no es más que una suma, una mezcla, en proporciones distintas, de diversas o de un gran número de cualidades elementales, netamente separadas, bastante estables y, por consiguiente, comparables a los elementos de la química».

Estas afirmaciones llevan fatalmente a Bopp a una tercera exigencia: el cataloguismo. Dada la relatividad de todo juicio y la imposibilidad de determinar un designio en la obra de arte -y reacciona tanto contra Taine como contra Thibaudet, contra el determinismo psicológico y cualquier tipo de evolucionismo- la única solución que queda es la cataloguización de los elementos que juegan en la historia del arte y de su distribución en las distintas obras: «las contradicciones surgidas de una lógica cuantitativa de lo bello, y que parecen en ocasiones insuperables, llenas de problemas, tomarán la forma de frecuencias relativas y resolubles puesto que son cuantificables, adicionables como posibles, y a partir de este momento el espíritu de cuantificación o suma, que es igualmente un espíritu de conciliación, será substituido por un espíritu de selección, de inclusión o exclusión cualitativas de origen bivalente y de naturaleza combativa».

En el transcurso de la historia literaria, a través de los siglos, en combinaciones continuamente diversas y radicalmente imprevisibles, considera Bopp que pueden determinarse 66 elementos simples y variables, sesenta y seis substancias o actitudes o cualidades espirituales. Bopp divide estos valores según que se refieran a tendencias activas, afectivas o intelectuales. Su enumeración sería larga; bastará con ofrecer una breve selección, citando por ejemplo, entre los del primer tipo, los valores de movimiento, fuerza y acción; entre los del segundo, los valores de tristeza, placer y humanidad; entre los del tercero, los valores populares, de honor, exquisitez, fantasía, ironía, orden, misterio, realismo, religión, historia, filosofía. Se trata, en definitiva de una enumeración -sobre cuya exhaustividad o esencialidad podría discutirse mucho y sin frutos apreciables- de todas las actitudes humanas que es posible determinar en una obra o en un autor, tanto en lo que respecta a la psicología del autor como al estilo de la obra o al carácter de los personajes.

Ante estas premisas comprenderemos fácilmente las razones de que Bopp realice una estadística acerca de las frecuencias de dichos valores. Pero podría planteársenos una duda acerca de la objetividad de una investigación de este tipo: para llevar a cabo una estadística de estos valores es preciso identificarlos en el curso de las obras, y esto constituye indudablemente un acto de juicio crítico sometido a las limitaciones de relatividad a las que nos hemos referido antes. Pero, de hecho, la obra de Bopp da por descontado todo esto y se considera válida solamente dentro de los límites de un solo cuerpo de juicios formulados por un juez concreto y en una época determinada: el estudio de Bopp se centra en la Histoire de la littérature franrçaise de Lanson. Bopp cataloga los valores tal como han sido descubiertos por Lanson; su estadística pretende ser válida sólo dentro de estos límites. Y esta obra no es más que un capítulo de una posible enciclopedia estético-crítica, ingente labor a realizar con otro cuerpo de juicios que se pretenda reducir a claridad catalogal.

Como es fácil deducir nada hay más arbitrario y relativo que tal empresa: ya que, aunque la estadística sea matemáticamente exacta, los valores que se someten a clasificación estadística se han determinado de una forma personal; si en vez de por Lanson hubieran sido determinados por Bopp directamente, nada hubiera cambiado: “catalogalmente” hablando Bopp y Lanson son una misma cosa. Si Bopp de muestra confianza (y cierta clara preferencia) en el cuerpo de juicios de Lanson es porque, sin quererlo, admite una objetividad de juicio -aunque sea mínima- comprobable al margen de las estadísticas.

      En hi práctica el libro de Bopp, en lo que respecta a utilidad, se reduce a un simple índice analítico -de aplastante minuciosidad- del libro de Lanson. Un enorme índice analítico, en el cual a los cuadros de las frecuencias de los sesenta y cinco valores distribuidos por siglos, se añaden los de las frecuencias de los valores en un mismo siglo; de varios valores en un autor; sin olvidar las curvas de crecimiento de un valor en el transcurso de los siglos; las frecuencias de coexistencia, en un autor, de valores opuestos; la clasificación de los valores según la suma de frecuencias alcanza das por cada uno en total; y, por último, todos estos cuadros mezclados y así sucesivamente, en un conjunto de admirable e indudable paciencia.

Pero aunque se conciba como índice analítico de la obra de Lanson, el libro tampoco sirve o sirve, todo lo más, para permitir identificar en .Lanson el recurso a puras analogías verbales. Presentemos algunos ejemplos: bajo la denominación “valores de movimiento” se clasifican tanto el aumento de la tensión dramática de la Chanson de Roland como la aridez narrativa de Villehardouin y la vida intensa de la farsa de Maitre Patelin. Todo el mundo puede darse cuenta de que expresiones del tipo de vida intensa pueden aplicarse en último extremo a toda obra conseguida y no quieren decir nada concreto. Entre los “valores de placer” hallamos «!’ame de faunesse» de Ana de Noailles y el tono de farsa que seda en Claudel. En el capítulo valeurs de clarté hallamos «legenre brillant» de los libretos de ballet de Banserade y «la precisión del espíritu científico» de Buffon. Entre los «Valores de religión» son una muestra las exhortaciones para una restauración de la moral católica formuladas con fines pura mente mundanos por el positivista Brunetuere y la espiritualidad pascaliana.

Y así podríamos seguir indefinidamente si nuestra finalidad fuera jocosa. Pero nos lo impide el hecho de que Bopp, aunque de forma paradójica, refleja una tendencia, ambiguamente positiva, hacia una estética « científica». En realidad estos valores, que Bopp asume como aparentemente unívocos, no son más que términos y definiciones que Lanson no siempre utiliza con el mismo sentido y que en ocasiones utiliza incluso por exigencias retóricas; y que incluso llegan a asumir valores opuestos según el contexto. Y con carácter más general debemos recordar que, aunque el término correspondiera de hecho a una actitud determinable objetivamente en un análisis exclusivamente bio-psicológico, una vez que este valor -filtrado a través de la personalidad de un autor, en una época y en un ambiente- se situara en el contexto de una obra y actuase en relación con otros elementos, adquiriría un perfil totalmente original, inclasificable, rebelde a toda abstracción. La única actitud « científica» consistiría en estudiar las formas de esta nueva vida orgánica del elemento originario y tratar de definir su nuevo aspecto. El catálogo no resuelve nada. De forma que incluso las conclusiones que Bopp extrae de sus cuadros adolecen de la inevitable arbitrariedad propia de los valores expuestos; y si puede resultar significativa la curva ascendente que adquiere el valor « tristeza» desde el siglo XVIII hasta nuestros días, sumamente extraña nos parece en cambio la curva ascendente del valor «fuerza» que ocupa el primer puesto -con el máximo de frecuencias- en los siglos XIX y XX, es decir, «en nuestra época de guerra, violencia y brutalidad», cuando el mismo valor sólo ocupa el cuarto puesto en el siglo XVI -que, a guisa de ejemplo, es el siglo en el que Francia ofreció a la historia la noche de San Bartolomé y el asesinato del duque de Guisa.

Podríamos citar otros rasgos igualmente desconcertantes; como un determinado cuadro en el que se registran en Víctor Hugo la presencia de cuarenta y seis valores mientras que Rimbaud aparece al final de la clasificación sólo con uno; el convencimiento de Bopp de que su investigación sólo puede tener un valor normativo, induciendo a los artistas a intentar originales y ricas combinaciones de valores. En diversas partes de la obra el autor afirma que su obra es válida tanto para el filósofo como para el artista, para el psicólogo o el historiador. Habla en diversas ocasiones de su filosofía y metafísica del arte, y, en el fondo, no se trata de simples redundancias de lenguaje: bajo este ponderoso trabajo -que el lector podría incluso considerar inútil- subyace una visión metafísica. El indeterminismo de Bopp es la concepción de una relacionabilidad sin centros de relación; una visión atomística de las actitudes humanas y una valoración de ellas en términos de pura cantidad; una metafísica desteleologizada, una aspiración al dominio anónimo de la calculadora electrónica. La hazaña crítica que Bopp propone a la humanidad -con acentos de un cierto profetismo- sólo puede relatarse en una novela de ciencia-ficción.

Ahora bien, no es cierto que, una vez rechazadas propuestas de este tipo, sólo puede el retorno a categorías abstractlls e inverificables, siguiendo el patrón de vagas y personales facultades degustativas. Existe un punto de vista que es «científico» en el mejor sentido de la palabra, precisa mente porque exige que, frente a cualquier fenómeno, la investigación se lleve a cabo con instrumentos adecuados a la naturaleza del fenómeno en cuestión. Frente a obras del hombre basadas en una relación «abierta» entre las intenciones del productor y las disposiciones del consumidor y,
por lo tanto, impregnadas de radical originalidad, irreductibles a cantidades, inasimilables a través de unos pocos comportamientos típicos, se exige una metodología cuyo carácter científico -aunque sería mejor decir «técnico>>- consiste en
la adecuación a las imponderabilidades propias del fenómeno estudiado.

       Es cierto, sin embargo, que dicho razonamiento podría resultar peligroso y que el rechazo de un mal entendido «carácter científico» de la Estética podría parecer defensa de lo inefable, de la imponderabilidad de lo relativo, de la inconmensurabilidad de los gustos: de esta forma la estética se convertiría fácilmente en estatuto de un reino de la impresión subjetiva, quizá comunicable -de forma emotiva o sugestiva- pero en ningún caso verificable.

Ahora bien; la Estética es sin duda alguna una disciplina capaz de elaborar sus propios métodos y sus propios instrurnentos de análisis, pero no es una ciencia exacta –aunque puede utilizar determinados resultados de las ciencias exactas (pensemos, por ejemplo, en los estudios sobre las proporciones o en determinadas adquisiciones de la teoría de la información): y, por consiguiente, deberá disponer de elementos que la permitan actuar sobre lo no-exacto, lo no-reductible-a-cantidad, sobre una experiencia, en definitiva, en la que entran en juego tantos factores físicos verificables
corno materiales artísticos y procedimientos constructivos, tanto factores subjetivos variables por definición corno reacciones psicológicas y concreciones históricas del gusto, en vista de los cuales los mismos factores físicos verificables se organizan (cargándose así de intenciones particulares que escapan a la verificación cuantitativa y a la interpretación unívoca).

La dialéctica entre estas dos exigencias está presente en toda la estética contemporánea: el estado de la cuestión se refleja de un modo bastante satisfactorio en el coloquio acerca de· la naturaleza del juicio estético celebrado en Venecia corno apéndice al congreso internacional de filosofía de 1958[2].

Desde las primeras intervenciones habían aparecido ya los términos de la oposición examinada precisamente por Etienne Gilson. Etienne Gilson había asumido desde el primer momento la función de piedra de escándalo: posición singular porque el insigne historiador era considerado más corno vieillard sage de la filosofía medieval que corno enfant terrible de la estética; pero, habiendo entrado autorizadarnente en este campo de estudios con su obra Peinture et Réalité, Gilson se enfrentaba ahora hasta el fondo con el terna de la problemática del juicio estético, más aún, de su esencial carácter paradójico, planteando sus preguntas con una gracia y una elegancia típicamente francesas, pero no por ello de forma menos urgente y radical. A través de una serie de análisis desarrollados parte en su intervención escrita y parte en la intervención oral, Gilson, en definitiva, insistía en el carácter inconmensurable e inverificable del juicio estético.

Una experiencia estética se justifica por el placer que la acompaña y no puede descalificar o excluir el resto de las experiencias estéticas. La experiencia nos enseña que todo el mundo se considera competente a la hora de juzgar un fenómeno artístico: el juicio estético es dogmático y, sin embargo, es el suyo un dogmatismo de lo incoherente y lo contradictorio. Dogmático por haber sido experimentado por el intelecto y la sensibilidad actualmente vividos, dogmático por irrefutable, por autojustificarse: en efecto, en el orden del bien (argumenta escolásticamente Gilson) el menor de los bienes no contradice uno mayor, mientras que en el orden de lo verdadero una verdad excluye el error. (A esta última afirmación se refirió más tarde Calogero, exponiendo en primer lugar lo peligroso que puede resultar trasladar de
masiado fácilmente las categorías éticas al campo estético, y recordando además cómo en la lógica coexisten juicios que no coinciden, sin por ello excluirse).
        No quiere decir esto que el filósofo francés no integrase con una pars construens la excesivamente polémica pars destruens a la que acabamos de referirnos: los juicios de belleza y placer son infinitos y todos válidos, pero dentro de cada experiencia personal existen «elementos intelectuales que, al margen del orden de la sensibilidad, pueden servir como puntos de referencia»; todo el mundo, al poner libre mente en juego su gusto personal, reconoce ciertos juicios formulados por otros como estéticamente superiores, críticamente más exactos, cada uno de nosotros tiene sus «propios» críticos, cada uno de nosotros considera que algunas de las ideas de otra persona sobre el arte coinciden con las propias. Existen, por lo tanto, cristalizaciones del gusto bastante semejantes y esto permite una tipología, que ha de elaborarse tanto sobre una base histórica como sobre una base sociológica. Gilson no vacilaba en hablar de encuestas mediante cuestionarios adecuados para establecer correlaciones entre los gustos individuales y se refería a esperanzadores resultados obtenidos con estudios empíricos de este tipo; y terminaba con una invitación a « organizaciones cualificadas» (institutos de estética, por ejemplo) para unificar y promover una serie de estudios de este tipo, de forma que el trabajo, necesariamente colectivo, pudiera lograr resultados interpetables en etapas sucesivas).

Aparte de la observación -que surge espontáneamente de que los últimos años pasados en América han permitido a este investigador, siempre al día, el asumir las tendencias metodológicas anglosajonas con gran soltura, insertándolas en el tronco de su problemática escolástica, no cabe duda de que estudios como los que Gilson propone son de gran utilidad. Sin embargo, el equívoco que pesa sobre el discurso de
Gilson consiste en creer que la reflexión estética -a la que se atribuye la función de ofrecer una regla general y objetiva de lo bello y lo feo— queda fuera de juego ante el
fenómeno irrefutable de la pluralidad de gustos y que debe renunciarse a hablar de los caracteres de universalidad del juicio estético. En realidad una reflexión estética- al menos en la actualidad- parte precisamente de un dato experimental como la pluralidad de gustos para determinar si y cómo esta pluralidad se concilia con una realidad objetiva de la obra; la reflexión estética es el intento de fundamentar la posibilidad de una situación dialéctica, no es la negación dogmática de tal posibilidad.
       El hecho de que esta actitud no se opone a un análisis de tipo empírico, sino que, por el contrario, lo presupone, ha sido en parte demostrado por una intervención como la de Helmut Hungerland, el cual pretende examinar precisamente cómo puede afirmarse la objetividad del juicio estético sin adoptar una teoría intuicionista del valor; diferenciando al mismo tiempo el tipo de objetividad de los demás tipos de juicio. El rechazo de una norma universal -específica Hungerland- no implica el rechazo de normas tout court. Las normas del juicio estético son relativas a las diferentes culturas. A la luz de estas normas Hungerland considera posible una operación descriptiva de las estructuras formales de un objeto artístico que expliquen un valor objetivo de dicho objeto, a pesar de la interferencia de factores subjetivos.

Su ideal de juicio es evidenciado por una analogía que él, hasta cierto punto, intuye entre un posible juicio sobre una obra de arte y un posible juicio sobre una partida de
rugby: uno puede quedarse satisfecho o insatisfecho del final de la partida, pero siempre es posible juzgar si los adversarios han jugado o no de acuerdo con las reglas, es decir, si han jugado bien (aunque su victoria nos entristezca).

Pero aquí, a pesar de todas sus preocupaciones empíricas, el discurso de Hungerland roza las orillas de un nuevo dogmatismo objetivista; en efecto, es evidente que incluso el más parcial de los aficionados puede dar un juicio objetivo de un match de rugby, porque considera el juego en base a unas pocas y concretas reglas que cada uno de los espectadores acepta y comparte, mientras que las normas que regulan un juicio estético (aunque homogéneas en el ámbito de una situación histórico-cultural) son siempre múltiples, difícilmente determinables, no aceptadas de forma unívoca. La adhesión plena, la afinidad con una norma de juicio (el poder identificar esa norma con una preferencia personal nuestra) son elementos fundamentales del juicio estético, sin los cuales no es posible una lectura objetiva de la obra.

Cuando Hungerland sugiere, por lq tanto, que «el primer paso en el proceso del juicio de valor estético es un análisis de la consecución o no consecución del objetivo estético», presupone que el análisis puede poseer una intersubjetividad casi absoluta (gracias a un campo de referencias axiológicas que el análisis empírico determina como particularmente válidas en un determinado ámbito cultural) y que esta descripción puede ser aceptada antes de decidir si la obra así considerada me gusta o no. Creo que a esto debe oponerse que la aceptación instintiva (basada precisamente en el gusto,
en la situación existencial de la propia sensibilidad) crea la misma posibilidad de un análisis agudo y penetrante; y que sin esta aceptación por parte del gusto que se convierte en instrumento de penetración y de acceso al mundo de la obra, toda operación analítica puede limitarse, todo lo más, a una descripción-enumeración de características formales del tipo de las que aparecen, referidas a algunos cuadros, en los catálogos de anticuarios, donde se describen la forma, las dimensiones, la técnica empleada, el tema, el estado de conservación e incluso, en ocasiones, la aparente adhesión a una determinada corriente estilística, pero nada más.

Vemos como el problema vuelve de nuevo a su punto de partida, a la oposición entre perspectiva personal y realidad de la obra; éste es el problema de la Estética, y es el problema de una posibilidad de juicio, no de una regla de juicio. En este sentido observamos que frente a una obra de arte lo que es sobre todo importante es un proceso de interpretación; lo que importa es una comprensión crítica, no un juicio de
valor expresado en términos dogmáticos y simplistas. Sobre este aspecto ha dicho, sin duda, cosas interesantes Roman lngaiden, ‘”distinguiendo entre juicio abstracto e intelectual y una valoración crítica que es fenómeno vivo y concreto de contacto con la obra. Ingarden ha recordado que el juicio, frente al arte, es algo necesario y con esta afirmación deberíamos estar todos de acuerdo. Lo importante e s que la obra subsista en su concreción frente al espectador -ha dicho Ingarden- y sobre esto insiste la Estética desde hace más de treinta años. El análisis de la obra concreta me ofrece su
estructura concreta esquemática: sólo entonces, teniendo ante mí un determinado objeto estético, la obra asume valor objetivo; el hecho subjetivo ya no cuenta, porque se trata únicamente de mi capacidad de ver o no lo que tengo frente a mí.

Pero incluso antes de volver a esta exigencia de objetividad creo que debe insistirse una vez más, para aclarar el equívoco al que las formulaciones de Gilson habían llevado la discusión acerca del juicio, en el hecho de que la actividad del crítico (entendido aquí como intérprete cualificado, como el consumidor por excelencia) consiste precisa y substancial mente en narrar una experiencia de comprensión, la experiencia de un encuentro en el que entran en juego las tendencias personales y la realidad objetiva de la obra, integradas en un acto vital de interrogantes y confrontaciones, de adhesiones instintivas cargadas de valor intelectivo y de repulsas
equivocadas y revisadas, razonadas a la luz de los pasos ya dados y de los elementos objetivos que tenemos ante nosotros. En este sentido hemos de comprender la invitación de Fubini a una acción de confrontación y revisión; y la propuesta de Raghiani de entender el juicio crítico como caracterización explicativa del primer movimiento instintivo. Y cuando Paci se preguntaba si la obra de arte esperaba de nosotros un juicio o bien la experiencia vivida, planteaba, a mi entender, los términos exactos para una respuesta comprensiva: un crítico no dice dogmáticamente «esto es bonito-esto es feo», sino que nos relata (con rigor y agudeza) sus experiencias de interpretación, pidiendo el asentimiento de todos los que, consumidores más o menos competentes, se hallan frente a la misma tarea de comprensión. Una experiencia interpretativa realizada coincidirá después con la experiencia productiva que representa la obra en sí, pero coincidirá de acuerdo con una perspectiva personal. Y esta perspectiva personal es en sí misma, implícitamente, un juicio; pero tan rico y articulado que los elementos de subjetividad que lo componen, en vez de negar su validez, instauran su eficacia y originalidad.

La Estética, al menos a partir de Kant, no establece un canon de la belleza, sino que define las condiciones formales de un juicio estético: dentro de estos esquemas descriptivos de experiencias posibles se mueve la variedad de las experiencias personales dotadas cada una de ellas de un sello de originalidad. Frente al problema del juicio estético como frente a cualquier otro problema, la Estética como disciplina
filosófica procede, pues, como fenomenología de experiencias concretas para elaborar definiciones que comprendan experiencias posibles sin prescribir su contenido. La Estética no alcanza su máximo carácter científico estableciendo cientifícamente (de acuerdo con leyes psicológicas o estadísticas) las reglas del gusto, sino definiendo el carácter a-científico de la experiencia del gusto y el margen que se deja en ella al
factor personal y perspectivo.

Umberto Eco


[1] Gallimard, París, 1954.

[2] Simposio sobre Juicio Estético, organizado por Luigi Pareyson, Venecia, septiembre de 1958. Participaron en él Gilson, Gadamer, Hodin, Hungerland, Wahl, Gouhier, Dufrenne, MacKeon, Tatarkiewicz, Ingarden, Kuhn, entre los extranjeros, y, entre los italianos, Guzzo, Anceschi, Calogero, Paci, Fubini, Formaggio, Dorfles, Assunto, Verra, E. Oberti, Battisti, Cramella, Petruzzellis, Ragghianti, P. Bucarelli, además de MontaJe, Piovene y Venturi. Los resultados del Simposio han sido reunidos en el volumen 11 giudizio estetico, ed. de la “Ri

vista di Estetica”, Turín, 1960.

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